Porque todos llevamos dentro un niño muerto, llorando,
que espera también esta mañana, esta tarde como
siempre
festejar con los Otros, los invisibles, los lejanos
algún día por fin su cumpleaños.
Pavane pour un
enfant défunt (Leopoldo María Panero)
Le avisaron que
debía llegarse a la carraplana . La
señora Graciela y Fátima su comadre también irían. «Vayan acompañadas de algún
familiar, porque ustedes deberán reconocerlos», les advirtió el policía que
desde el escritorio y, con la vista fija al teclado de la computadora, mascaba
insistentemente un chicle como si en cada mandibuleo les escupiera a la cara la
rabia y el desprecio por haber traído al mundo aquellos bichejos desadaptados.
«Son tres bolsas mamá»,
le dijo Johan, su hijo menor. Es mejor que tú no vayas, yo le digo a mi tío que
me acompañe. -«Olvídalo, eso no se discute, puedes decirle a quien quieras, pero
yo voy». Constanza pensaba que existían cosas en la vida que sólo le ocurrían a
otras personas, que en cualquier momento Wilfran aparecería por la puerta con
su gorra de medio lado llamándole para que le sirviera la comida o le diera la
bendición.
Aquella mañana la
llovizna se encargaba de borrar toda huella, el cerro se volvía un
pantano resbaladizo por el cual las ansias las dudas y el terror se amalgamaban
creando una sensación de extrañeza y desamparo. Más allá del primer barranco se
podían observar tres promontorios que se erguían imponentes como esas cruces a
orilla de las carreteras. Las miró borrosas, recordó las tantas veces que su
hijo le retó para que fuera al oftalmólogo. Esa manía de leer el periódico con
los ojos encima de cada letra, cada cifra roja durante los fines de semana, los
nombres de los ajusticiados, los muertos y los afortunados. «Ya casi estoy
ciega Johan, vas a tener que acercarte a ver las bolsas tú», le dijo esto al
muchacho casi susurrando porque así como tenía de heladas las piernas también
se le habían paralizado las fuerzas y la voz. Sentía una fuerte opresión en el
pecho y cientos de gritos aguardaban agazapados en su garganta para salir como
relinchos movidos por la desesperación.
Johan se aproximó
ante el hallazgo casi corriendo para no dejar que su madre destapara y viera el
contenido de aquellos bultos. Detrás de sí, los familiares de los otros dos
hacían lo propio. Habían cerrado las bolsas con mecate, Johan sacó su navaja
china y cortó la primera. Una bocanada de aire golpeó su rostro; volteó
hacía un lado y comenzó a vomitar. Constanza volvió a recobrar su esencia y
movida por las ansías corrió a ver lo que había dentro de la bolsa. -«No es
Wilfran, voy a ver la otra». -« ¡Mamá espérate!», gritó Johan para detenerla
tomando respiro entre nauseas. La mujer recordó de nuevo la gorra de su
hijo, la había comprado en el mercado de la Hoyada en diciembre del año pasado.
Esa tarde cuando él llegó de Caracas con ropa para ella y para los muchachos
Wilfran le comento que tenía deudas por pagar. «Pero vamos a vivir el presente
mi vieja, que a lo mejor el año que viene no matriculó». Ella sacudió la cabeza
como queriendo espantar los malos presagios y casi automáticamente destapó la
segunda bolsa. Esta vez vio la gorra y más nada, sólo esa parte delantera con
la marca nike, coronada por un pequeño bumerang. -«Aquí esta tú hermano Johan,
no vengas, no hace falta, dile al policía, dile al policía», repetía Constanza
una y otra vez. Cada frase reiterativa iba acompañada de una breve elevación en
el tono de voz.
Aquel limbo en
donde fueron a parar estas tres almas condenadas a la fatalidad, era ahora un
espacio abierto donde los lamentos tomaban forma de murciélagos cóncavos,
ciénagas abandonadas, costras desahuciadas que a cada segundo se abultaban más
y más y más hasta estallar.
-«Sí, es cierta la
creencia de que los santos protectores te resguardaron de aquel brote de dengue
hemorrágico que se extendió por todo el barrio cuando tenías doce años. Y
aquella vez que la Coromoto te salvo de ahogarte en esa playa de “Los Caracas”, y
de la última golpiza que te dio Aranguren cuando descubrió que le habías robado
un paquete que tenía guardado entre los huecos de los bloques de la cocina, para
después vendérselo al “Mocho”». Le
hablaba la mujer a la bolsa que reposaba sobre un montículo de tierra
semicuadrado dónde fue abandonado el cuerpo de su hijo. -«Pero no pudieron
salvarte de la vida, de esta vida de mierda que te di». Gritó tan fuerte que
las guacharacas, que a esa hora descansaban entre los cujíes, volaron
esparciéndose como brasas sobre el cielo de aquella mañana de Julio. Las
cruces de los cementerios se parecen a las tarántulas, aguardan agazapadas a
que el tiempo se aproxime para ahuyentar la risa de los difuntos. Por eso Constanza sabia de
sobra que enterrar a su hijo era una idea tormentosa, que de allí nunca
escaparía su esencia, esa chispa que muchos llaman espíritu, alma. Como una
caja fuerte inserta en la profundidad de la tierra, aquel féretro de madera
sellaría para siempre la risa, la voz y el lamento de su hijo. Ahora le pesaba
tanto andar, se había vuelto anciana a sus 43 años, y le preguntaba una y otra
vez a su dios porque se llevó al hijo primero que a ella, los hijos deben ver a
sus padres morir, enterrarlos y hacerles misas el día de los difuntos. Esa es
la ley de la vida. No este dolor de parto que lacera cada latido del
infortunio.
Escuchó sirenas,
y al subir la vista se dio cuenta que el lugar estaba abarrotado de policías, y
gente que tomaba fotos y grababa lo que ocurría en sus celulares. Un muchachito
como de doce años luchaba entre el tumulto queriendo meter el teléfono entre
los bultos . Ella
camino hacia él y le pregunto qué hacía allí. -«Grabando a los descuartizados
pues». La palabra le estalló en los oídos. Y los brìos que le acompañaban hasta
el momento le abandonaron. Cayó en el suelo, al lado de aquel joven, cerca de
su hijo menor que a pocos metros conversaba con los detectives, rodeada de
gente, acompañando a su hijo en la
devastación de la muerte. "No lloren por el que muere que para siempre se va/ velen por los que se queden /si los pueden ayudar." Del fondo de un rancho se dejaba escuchar la canción. -"La vida es una salsa, mi vieja. Gozala" solía decirle Wilfran a su madre - "¡Claro mi rey, ay que gozarla porque para pavana la muerte!"
(Alexandra. Diciembre 2013)