Derribando infamias ...el olvido es una rama transversa.
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sábado, 28 de diciembre de 2013

LIMBO




Porque todos llevamos dentro un niño muerto, llorando,
que espera también esta mañana, esta tarde como siempre
festejar con los Otros, los invisibles, los lejanos
algún día por fin su cumpleaños.
Pavane pour un enfant défunt (Leopoldo María Panero)

Le avisaron que debía llegarse a la carraplana . La señora Graciela y Fátima su comadre también irían. «Vayan acompañadas de algún familiar, porque ustedes deberán reconocerlos», les advirtió el policía que desde el escritorio y, con la vista fija al teclado de la computadora, mascaba insistentemente un chicle como si en cada mandibuleo les escupiera a la cara la rabia y el desprecio por haber traído al mundo aquellos bichejos desadaptados. 
«Son tres bolsas mamá», le dijo Johan, su hijo menor. Es mejor que tú no vayas, yo le digo a mi tío que me acompañe. -«Olvídalo, eso no se discute, puedes decirle a quien quieras, pero yo voy». Constanza pensaba que existían cosas en la vida que sólo le ocurrían a otras personas, que en cualquier momento Wilfran aparecería por la puerta con su gorra de medio lado llamándole para que le sirviera la comida o le diera la bendición.
Aquella mañana la llovizna se encargaba de borrar toda huella, el cerro se volvía un pantano resbaladizo por el cual las ansias las dudas y el terror se amalgamaban creando una sensación de extrañeza y desamparo. Más allá del primer barranco se podían observar tres promontorios que se erguían imponentes como esas cruces a orilla de las carreteras. Las miró borrosas, recordó las tantas veces que su hijo le retó para que fuera al oftalmólogo. Esa manía de leer el periódico con los ojos encima de cada letra, cada cifra roja durante los fines de semana, los nombres de los ajusticiados, los muertos y los afortunados. «Ya casi estoy ciega Johan, vas a tener que acercarte a ver las bolsas tú», le dijo esto al muchacho casi susurrando porque así como tenía de heladas las piernas también se le habían paralizado las fuerzas y la voz. Sentía una fuerte opresión en el pecho y cientos de gritos aguardaban agazapados en su garganta para salir como relinchos movidos por la desesperación.
Johan se aproximó ante el hallazgo casi corriendo para no dejar que su madre destapara y viera el contenido de aquellos bultos. Detrás de sí, los familiares de los otros dos hacían lo propio. Habían cerrado las bolsas con mecate, Johan sacó su navaja china y cortó la primera. Una bocanada de aire  golpeó su rostro; volteó hacía un lado y comenzó a vomitar. Constanza volvió a recobrar su esencia y movida por las ansías corrió a ver lo que había dentro de la bolsa. -«No es Wilfran, voy a ver la otra». -« ¡Mamá espérate!», gritó Johan para detenerla tomando respiro entre nauseas. La mujer recordó de nuevo la gorra de su hijo, la había comprado en el mercado de la Hoyada en diciembre del año pasado. Esa tarde cuando él llegó de Caracas con ropa para ella y para los muchachos Wilfran le comento que tenía deudas por pagar. «Pero vamos a vivir el presente mi vieja, que a lo mejor el año que viene no matriculó». Ella sacudió la cabeza como queriendo espantar los malos presagios y casi automáticamente destapó la segunda bolsa. Esta vez vio la gorra y más nada, sólo esa parte delantera con la marca nike, coronada por un pequeño bumerang. -«Aquí esta tú hermano Johan, no vengas, no hace falta, dile al policía, dile al policía», repetía Constanza una y otra vez. Cada frase reiterativa iba acompañada de una breve elevación en el tono de voz.
Aquel limbo en donde fueron a parar estas tres almas condenadas a la fatalidad, era ahora un espacio abierto donde los lamentos tomaban forma de murciélagos cóncavos, ciénagas abandonadas, costras desahuciadas que a cada segundo se abultaban más y más y más hasta estallar.
-«Sí, es cierta la creencia de que los santos protectores te resguardaron de aquel brote de dengue hemorrágico que se extendió por todo el barrio cuando tenías doce años. Y aquella vez que la Coromoto te salvo de ahogarte en esa playa de “Los Caracas”, y de la última golpiza que te dio Aranguren cuando descubrió que le habías robado un paquete que tenía guardado entre los huecos de los bloques de la cocina, para después vendérselo al “Mocho”».  Le hablaba la mujer a la bolsa que reposaba sobre un montículo de tierra semicuadrado dónde fue abandonado el cuerpo de su hijo. -«Pero no pudieron salvarte de la vida, de esta vida de mierda que te di». Gritó tan fuerte que las guacharacas, que a esa hora descansaban entre los cujíes, volaron esparciéndose como brasas sobre el cielo de aquella mañana de Julio. Las cruces de los cementerios se parecen a las tarántulas, aguardan agazapadas a que el tiempo se aproxime para ahuyentar la risa de los difuntos. Por eso Constanza sabia de sobra que enterrar a su hijo era una idea tormentosa, que de allí nunca escaparía su esencia, esa chispa que muchos llaman espíritu, alma. Como una caja fuerte inserta en la profundidad de la tierra, aquel féretro de madera sellaría para siempre la risa, la voz y el lamento de su hijo. Ahora le pesaba tanto andar, se había vuelto anciana a sus 43 años, y le preguntaba una y otra vez a su dios porque se llevó al hijo primero que a ella, los hijos deben ver a sus padres morir, enterrarlos y hacerles misas el día de los difuntos. Esa es la ley de la vida. No este dolor de parto que lacera cada latido del infortunio.
Escuchó sirenas, y al subir la vista se dio cuenta que el lugar estaba abarrotado de policías, y gente que tomaba fotos y grababa lo que ocurría en sus celulares. Un muchachito como de doce años luchaba entre el tumulto queriendo meter el teléfono entre los bultos . Ella camino hacia él y le pregunto qué hacía allí. -«Grabando a los descuartizados pues». La palabra le estalló en los oídos. Y los brìos que le acompañaban hasta el momento le abandonaron. Cayó en el suelo, al lado de aquel joven, cerca de su hijo menor que a pocos metros conversaba con los detectives, rodeada de gente, acompañando  a su hijo en la devastación de la muerte. "No lloren por el que muere que para siempre se va/ velen por los que se queden /si los pueden ayudar." Del fondo de un rancho se dejaba escuchar la canción. -"La vida es una salsa, mi vieja. Gozala" solía decirle Wilfran a su madre - "¡Claro mi rey, ay que gozarla porque para pavana la muerte!" 


(Alexandra. Diciembre 2013)

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